Te quiero como te quise y te querré. Aun regresando de la guerra, con 11 shots de desconfianza. De las partículas. No me haría ilusiones, no bebería de tu fuente sin que el Espíritu me empuje y quieras saltar de un precipicio. Antes del martes. Que tu descubrimiento pueda, como los otros, tocar mi orilla, edificar mi casa, 11 canciones, y de este mundo y de ti misma te libraré.
Amanece. Estoy solo. Las miradas de este mundo y del cielo hacen su parte. Tan doméstica. Hay manchas, despedidas. Amanece y alivio tus canales. Xenia Bergman, tu música recuerda unos círculos rojos en el aire, ese Cristo que ves, una palabra para el Día sin Muerte. Cerca, fácil. Enamora el silencio, la sencilla voladura del Maine, enamorarte. Amanece sin prisa en la cabeza y te extraño en los templos, en los bares.
Del cielo del primer piso nos trajeron un tabaco. Nos gustó. Le gustó a Baco, a quien pedimos permiso. El canal, el Paraíso, entretienen por ahora. Xenia Bergman enamora, a su manera, y apunta detalles de la pregunta más difícil, más sonora.
Cuando se calla, aparecen cien mil denominaciones y pasan varios ciclones y las uñas no me crecen. Mueren, aunque no "fenecen" y el mar se lleva una parte. Te pasó, no va a pasarte: mis manos tienen poder. Volví para no volver. Para pasar, que es un arte.
Más rápido que el tiempo. Nadie lo dijo en Copenhague ni Julie Dahl vuelve a mis islas. Mi empresa va a morir en los mares del norte. Viendo pasar al Angel, picando ajos. Más rápido que Buda, que Magic Car Center, que el verso “la súplica no es mía ni sus monedas”. Volveríamos al Bosque de Chapultepec, al suave olor de Julie, al café amargo. Su espíritu la mira con extrañeza, rompe su molde. Dormir con ella (y amarrarla), besar su frente, su música, su ausencia. Este otro verso: “Ella leía las instrucciones del Cirujano General”, pesa en nuestros archivos. Cruza otra vez el mar. Pone sus ojos en América. Llega a mis islas y bebe café amargo.
Juraría que empieza con la Uve. Eso dice Jerónima. Sabemos que hay un día, un instante, para ella y su fuerza, y también unos arreglos. Me quité. Me salí. Con tanta ayuda que, después de mil años, agradezco y cocino en la mente y se lo come. Ya no vive en el barrio y es perfecto. No la voy a colgar en las paredes del adiós, ni habré perdido tiempo anotando que “un príncipe lo olvida" o quitándole el Nuevo Testamento. Si la borro, se irá sin ver al Hijo, sin ver Nada. La música sin miedo, a la hora del suave (y postergado) Cuatro Leches, la canta en el Infierno. Algo dice, metódica. Es difícil entender de qué habla y qué misterio pudo ver, mas afuera llueve a cántaros. Hay un día, un instante sordo, ciego. Juraría por ella, postergable. Siento frío y calor, aburrimiento y nostalgia exclusiva. Me entretiene el Espíritu. Y, claro, es mi remedio.