Es cierto lo que dijo la señora Gladys en la parada de la 8 y Ponce: fumar es como aspirar el humo de un tubo de escape. Qué sencillo, qué bien expresado. Sólo escuché una sentencia tan clara en mi primer día de trabajo en La Carreta. El manager me mandó a quitar el arete; le pregunté por qué y dijo con solemnidad: esto es cubano, papo. Naturalmente la señora Gladys hablaba de cigarrillos, de tabaco real. Siento la falta de aire de quien se hubiera colgado de un Toyota y jugado con sus emanaciones. Se propagó el rumor de que yo estaba enfermo -casi más que el mismísimo William Blake, famoso desconocido. Las orejas de tercera o cuarta generación llamaron a preguntar qué onda. Todo parecía tan verosímil que empecé a creerlo. Dios mío, qué embarque; ¿cuántos días me quedan? Ni siquiera los médicos adivinan. No es probable que pueda poner en orden la mitad de una sola cosa pendiente. Soy intenso. Nunca he logrado resolver algo en un día. Ocurre cuando la cagas aquí, con frecuencia estable, y no se ve lo que fundas en otro mundo.
En Coral Gables me vuelvo a reconciliar con la calabaza, redimo el bacalao internacional, recuerdo los dátiles. A un hombre hombre le bastan reuniones sencillas, un balance animal, sabores que no habría imaginado antes de abril 12. Tú puedes extender el decorado, la casa puede ser mil veces un gran símbolo y la energía bailar, hacer detalles que todavía no son de este mundo. Cuando despierte, momento laborioso, mi primer recuerdo se llenará de sopa amarilla y ajo blanco, de los acordes de ocho opiniones, de una esperanza gráfica. Si es miércoles, la resistencia se ríe de mí. Aquella comida fue una preparación, yo fui instigado. ¿De dónde, en relidad, sacaba una fuerza que, aunque no termine en concentración, me ha puesto a conectar cosas a la corriente, a resfrescar la lista de señales aéreas, subcutáneas, a redactarles este envío? La vaciedad se parece a la llenura. Tienes razón y comer duele. ¿Recordarán lo que fue andar vacíos, sin reuniones sencillas, llorando porque "unas hojas se mueven en nuestra dirección"? Los catalanes, igual que la gente de Sancti Spíritus, pueden dedicar su jornada a complacerte, a satisfacer la mayoría de tus departamentos. A cambio sólo piden que les invites a una vuelta.
Me preguntó qué pensaba de la guerra y dije que nada. “¿Y esa gente que muere?” Traté de buscar un ejemplo simple para dejar atrás el asunto. “Bueno, la gente siempre muere. Razones sobran. Más me preocupa ver siete mirlos jóvenes en el patio, a cierta hora: los mensajes.” Se quedó pensando en lo que había oído y descansé varios minutos. Empecé una cerveza y al tercer trago me interrumpió. “¿No crees en las cosas?” Me gustó que pudiera saltar considerablemente de una pregunta a otra; sin embargo no quería mantener una conversación sólo porque alguien pensara que relacionarse es hablar, que en realidad hay temas. G agarró la guitarra y estuvimos improvisando una hora. Cuando paramos, el invitado no tenía ideas en la cabeza y nosotros tampoco.
Solté el libro viejo y me dispuse a escribir uno nuevo, que hablase exclusivamente de los fenómenos, del dolor en el hígado, del vengativo pim pum del ventilador. Yo debería comerme ese chocolate pero (príncipe going down) he de estirar el último de los momentos cruciales. No es divertido dormir cuando en realidad querrías estar despierto, cuando dormir duele. Mátame si hago un stop (para orinar o de veras atracarme de algo dulce). Difícil es la última voluntad, difícil el chocolate sin azúcar.
Hermes Entenza era el hijo del único pastor bautista del pueblo. Cuando era muchacho se volvió loco con las pajas, vivía para eso. Cierto día decidió experimentar envolviéndose la pinga con un bisté. Empezó a disparar en la pequeña habitación que daba al templo, recordando la última teta que había visto y aún lo mantenía nervioso, en deuda. Como era sábado -limpieza general-, la madre tuvo que ir justamente a ese cuarto pues ahí guardaba la escoba, el trapeador. Sorprendió a su hijo en pleno jolgorio y esto fue lo que dijo: “Muchacho, ¿qué estás haciendo con la carne de primera?” Es natural que se haya concentrado en la carne, en la antigua idea de su aprovechamiento, y no haya censurado a mi amigo por pajearse en sí. Lo había sorprendido muchas veces ya singándose las matas de plátano del fondo; singándose, incluso, al propio planeta tierra tras abrirle un hueco modesto los días de lluvia. De todas maneras lavaron y aprovecharon aquel bisté -mi amigo se lo comió en la tarde como castigo. Hay otra cosa que recordé y me hizo reír. Cuando a Hermes lo mandaron al Servicio Militar había una gran fiebre de prácticas defensivas en la zona; los infelices reclutas se pasaban los meses buscando minas de mentira por los campos, subiendo palmas, cruzando ríos peligrosos. Una tarde, en medio de una práctica, a mi amigo le entraron ganas de cagar y no tenía papel. No tan lejos había un arroyo que hubiera podido aprovechar y no le dio tiempo (además habría encontrado a otros soldados en lo mismo: mal ambiente). Terminó de cagar y se quedó en cuclillas, atormentado por su situación. Lo único que se le ocurría era echarle mano a la camisa del uniforme, pero eso terminaría convirtiéndose en un símbolo adverso, por el que podrían meterlo en una celda varias semanas, meses tal vez. Le pidió a Dios que lo ayudara. En ese instante salió de la arboleda una gallina con su cría. No sé cómo logró Hermes Entenza correr con los pantalones por las rodillas y apoderarse de tres pollitos. Se limpió el culo con ellos, ante la mirada perpleja de la gallina y la mirada, aún más perpleja, del sargento de infantería Carlos Delgado, que pasaba por allí de casualidad y no era el tipo más discreto del mundo.