La Mañana del Distante Gallo
Hermes Entenza era el hijo del único pastor bautista del pueblo. Cuando era muchacho se volvió loco con las pajas, vivía para eso. Cierto día decidió experimentar envolviéndose la pinga con un bisté. Empezó a disparar en la pequeña habitación que daba al templo, recordando la última teta que había visto y aún lo mantenía nervioso, en deuda. Como era sábado -limpieza general-, la madre tuvo que ir justamente a ese cuarto pues ahí guardaba la escoba, el trapeador. Sorprendió a su hijo en pleno jolgorio y esto fue lo que dijo: “Muchacho, ¿qué estás haciendo con la carne de primera?” Es natural que se haya concentrado en la carne, en la antigua idea de su aprovechamiento, y no haya censurado a mi amigo por pajearse en sí. Lo había sorprendido muchas veces ya singándose las matas de plátano del fondo; singándose, incluso, al propio planeta tierra tras abrirle un hueco modesto los días de lluvia. De todas maneras lavaron y aprovecharon aquel bisté -mi amigo se lo comió en la tarde como castigo. Hay otra cosa que recordé y me hizo reír. Cuando a Hermes lo mandaron al Servicio Militar había una gran fiebre de prácticas defensivas en la zona; los infelices reclutas se pasaban los meses buscando minas de mentira por los campos, subiendo palmas, cruzando ríos peligrosos. Una tarde, en medio de una práctica, a mi amigo le entraron ganas de cagar y no tenía papel. No tan lejos había un arroyo que hubiera podido aprovechar y no le dio tiempo (además habría encontrado a otros soldados en lo mismo: mal ambiente). Terminó de cagar y se quedó en cuclillas, atormentado por su situación. Lo único que se le ocurría era echarle mano a la camisa del uniforme, pero eso terminaría convirtiéndose en un símbolo adverso, por el que podrían meterlo en una celda varias semanas, meses tal vez. Le pidió a Dios que lo ayudara. En ese instante salió de la arboleda una gallina con su cría. No sé cómo logró Hermes Entenza correr con los pantalones por las rodillas y apoderarse de tres pollitos. Se limpió el culo con ellos, ante la mirada perpleja de la gallina y la mirada, aún más perpleja, del sargento de infantería Carlos Delgado, que pasaba por allí de casualidad y no era el tipo más discreto del mundo.
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