Un sol dorado
La bala se incrustó en la columna de madera del portal. Debe haber sido una bala perdida, pues la calle estaba desierta y nunca escuché el disparo. Hacía suficiente frío como para que no saliera a fumar y aun así bajé; era el último Camel y no me gusta dejar tesoros para mañana. Así que, segundos después del raro evento, miré al cielo; entre las nubes el último sol se filtraba con extravagancia -o al menos mi paranoia, mis cinco segundos de anticipación, le dieron ese tono. Pensé que era una señal poderosa de que debía dejar de fumar. El cigarrillo iba por la mitad y yo lo quemaba con mucha conciencia, como despidiéndome para siempre de un placer así. Aunque la señal estaba clara, me hice el bobo, demoré mi no-hacer, me puse la tan cercana meta de dejar el vicio apenas el Camel expirase. Entonces una segunda bala se incrustó en la otra columna, dejando la vibración de un silbido en el aire. Antes de subir corriendo las escaleras y esconderme en el baño, me dio tiempo a mirar los dos orificios. Estaban a la altura de mi pecho.
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