Sin Condimento
Cuando estuvo en la calle, su peor enemigo fue la autocompasión. Llegó a sentir los clavos de Cristo pinchando sus manos y pies mientras caminaba por la 8, pensando solamente: “Cojone’, qué hambre”. Ese esfuerzo sobrenatural por retener el aspecto, el feeling de la comida, le fue inutilizando zonas valiosas de su cerebro, antologías muy ordenadas, profiles. Por mantener el vivo recuerdo de un sabor, olvidaba caras de amigos, nombres, fechas, calles y pueblos enteros. Se hizo invisible para el prójimo (a nadie le gusta ver gente fea), lo cual tiene ventajas y desventajas. Se fue acabando su representación y apareció su ser básico, el reptil que sabe lo que hace, aunque sea un baby. Ni siquiera sus mujeres heroicas pudieron ayudarlo, pues no las veía, habiéndose quedado en otro reino lo que le inspiraron. Anestesiado y santo es casi lo mismo. Las ideas cedieron espacio a las sensaciones. Lo único que hacía era echarse por ahí a anotar cosas (“Vivir en sociedad es comer y cagar entre animales que sienten como tú, pero si las bocas no se encuentran, si no sudan trabajando con el tamal, frente a frente, tampoco se rozan las palabras”). Se nutría de la vitalidad cósmica y de los vapores que salen de El Exquisito. Y cuando se acostumbró a no comer, a la soledad grande, entonces y sólo entonces se murió -igual que el caballo del isleño: suavemente. Tuve la honra de acompañarlo en su tránsito y anoté sus últimas palabras: “Let me have a big order of fries”.
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